Biografía del hambre
Amélie Nothomb
(publicado en el Suplemento de Cultura del Diario Perfil)
Sonia Budassi
El peligro de las novelas autobiográficas es el de pintar un universo sin fluctuaciones que espante al lector con sus excesos de reflexión y su estructura de páramo. Por otro lado, la densidad del relato suele depender de la fuerza del narrador-personaje. Amélie Nothomb vuelve sobre este registro en Biografía del hambre, donde relata episodios de su vida desde su niñez hasta los veintiún años. El comienzo amenaza con convertir la novela en una acumulación de tesis cientificistas con reflexiones geoeconómicas incluidas. En las primeras páginas, se leen declaraciones como: "El hambre es la mayor seña de identidad de un país", e ideas que derivan hacia Vanuatu, país rico y, según ella, falto de interés. Pronto, esa primera impresión se diluye y queda claro que la autora saca el mejor provecho del género: ya situada en la perspectiva de la niña, la visión de los sucesos es aguda y encarnizada con todo lo que la rodea. Así, la novela escapa del plano distante de las "ideas" y adquiere un peso de "verdad": una voz potente describe densos episodios que contienen la ambivalencia que generan los vínculos necesarios –los maestros o la familia– con sus rígidas imposiciones.
La atmófera dramática se matiza gracias al humor de la narradora que, hacia el final de la novela, tendrá mucho de cinismo. Sus padecimientos y reflexiones tienen el tono seductor de lo personal –su refugio serán los libros y la relación casi simbiótica con su hermana– mientras su proceso de crecimiento tiene el atractivo de lo universal: el lector se sentirá identificado con cada descubrimiento o frustración de la niña.
Nothomb construye un relato forjado por la tensión que genera el hambre como pulsión voraz y la infancia como gestor del mundo y de la propia individualidad. En este sentido, parece seguir, a la vez, a John Milton, que afirmaba que la infancia "muestra al hombre, como la mañana al día", y a Graham Greene, que sostenía: "El hambre suele producir poemas inmortales. La abundancia, únicamente indigestiones y torpezas".
La posibilidad del hambre es la posibilidad del placer. Y el deseo se hace extensible a campos disímiles: el idioma, el chocolate, los paisajes o el ocio se vuelven belleza que hay que devorar. "No tenía hambre de inglés, esa lengua excesivamente cocida, puré de sonidos sibilantes, chicle masticado que pasa de boca en boca", dirá Nothomb. Sus definiciones, efectivas en la cadencia de cada capítulo, son de una efervescencia que busca aniquilar la soledad desesperada de la protagonista: "Toda nostalgia es nipona", "el alimento teologal es el chocolate" o "la superhambre no es la posibilidad de sentir más placer, es la posesión del principio mismo del disfrute, que es infinito".
Las versiones del deseo incluyen el hambre de amor: "Mi hambre de seres humanos era feliz", dirá en un momento. Y es en el terreno de los afectos –que en la infancia se manifiestan en una doble partida: la hipocresía hacia el mundo adulto y una honestidad en casos perversa hacia los pares– donde el libro llega a una intensidad contagiosa, con iguales dosis de éxtasis y dolor. El personaje exigirá amor a sus amigas de manera tiránica, y no tendrá pudor en luchar por desviar la atención de su niñera del póster de Robert Redford, para intentar que se enamore de ella.
Es verdad que estos pasajes, también abordados en El sabotaje amoroso, hacen que Nothomb pueda ser considerada como un refinado producto del marketing cultural. A los episodios de su vida en Nueva York se les suma el exotismo de Oriente –donde realmente vivió, en países como China, Japón o Bangladesh–, con el atractivo que suelen despertar estos lugares, considerados "exóticos" desde la perspectiva occidental. También los toques sutilmente eróticos –que no dejan de lado cierta carga de lesbianismo infantil–, los rasgos fotogénicos de la autora, sus explosivas declaraciones y la puntual aparición de una novela suya todos los años construyen un conjunto "vendible". Sin embargo Nothomb, acomodada hija de diplomáticos que no teme escribir sobre su alcoholismo infantil o su amor hacia otras niñas, no se queda en una exaltación de la frivolidad. Su literatura –como la Clarice Lispector de algunos cuentos y crónicas que no muestra ningún complejo de culpa con respecto a su próspera situación económica y sus caprichos sibaritas– profundiza en el goce y el sufrimiento con aútentica ferocidad.
En Biografía del hambre, la conciencia del crecimiento como pérdida llega al límite de lo soportable con la evidencia de la pubertad. Ante lo irremediable, el único intento posible será el de lograr la anulación voluntaria del hambre. Y, metidos en la embriaguez que proporciona la lectura, el lector descubrirá también la fuerza opresora que esconde el exceso de belleza.
jueves
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2 comentarios:
Buenìsimo pero ¿recomendàs el libro o no??
Apuesto a la sagacidad de tu lectura, anónimo, no osaría a subestimarte. Lo que sí recomiendo, es poner un nombre, una firma, vio.
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