jueves

Vudú

Texto leído ayer en Los Mudos.



Existen dos tipos de diabetes. La más frecuente es urbana y puede ser desencadenada por el estrés, aunque la mala alimentación y el abuso sostenido de postres y de vino también ayudan. La relaciono con personas de alrededor de cincuenta años, mucho cigarrillo, excedidas de peso, contadores, abogados, cuentapropistas, dueños de kioscos 24 horas, de locutorios o de pequeñas flotas de taxis que explotan a sus choferes. Esos que me sacan plata y me hacen bajar de sus taxis cuando vomito tras salidas por lo general frustrantes, yo los insulto y me pregunto para qué salí y al llegar a casa vuelvo a pensar que a los mayores de cuarenta años hay que ponerlos en fila y fusilarlos a todos, primero a los ricos, después a los fascistas (tanto en su variante pura como en la de progresista resentido) y después a los profesores de Puán y de Sociales de la UBA (ya está, me saqué de encima a un 90% o más). Tengo problemas para relacionarme con la gente mayor, ellos tienen problemas de diabetes o hipertensión y cuando no pueden tomar viagra todo se pone mucho peor. El segundo tipo de diabetes es una bomba de tiempo: agazapada en los genes durante toda una vida, de repente estalla. Esa es la que tiene mi amigo Ezequiel; me lo contó el día en que se la detectaron. Era domingo, y yo intentaba traducir unos textos australianos sobre mediación familiar mientras tomaba sorbos de un remedio efervescente para bajar la resaca que me había quedado de la lamentable reunión de cumpleaños de la noche anterior. De fondo, un diálogo entre mi madre y mi tía (menú: yogur y vino blanco), no escuchaba bien que decían pero no me cabían dudas de que debían estar conspirando contra alguien. La cuestión es que Ezequiel me llamó por teléfono, y tras escuchar mi análisis sobre el cumpleaños de la noche pasada sentenció: tengo diabetes. En la última imagen que yo tenía de él había una licuadora y una lata de leche condensada; la leche condensada bailaba en la licuadora manejada por Ezequiel mientras su primo brasilero aspiraba lanzaperfumes al ritmo de la samba sobre un tema de Kiss, solo y con un vaso vacío de plástico fosforescente en la mano. Ezequiel siempre fue goloso y mi ética protestante de hijo de profesionales de trayectoria social ascendente y bajo capital cultural tiende a responsabilizar a la gente de su propio destino, por lo que hasta que no me explicó lo de los tipos de diabetes supuse que la enfermedad era fruto directo de sus abusos. Cuando me contó su calvario antes de que le entregaran el resultado de los exámenes (todo había pasado esa misma tarde: se le nubló la vista, se moría de sed, empezó a orinar negro, casi se desmaya, incluso podría haberse quedado ciego) entendí que, tal como al día siguiente iba a aclararle otro amigo, Ezequiel iba a tener que reorganizar lo antes posible toda su economía libidinal.

Mientras él demoró sólo cinco días en consultar médicos, arreglar un turno de terapia y elaborar su nueva relación con la insulina, donde el footing diario era fundamental para estabilizar los niveles de azúcar en sangre (incluso había conseguido acostumbrarse al gusto a remedio de las gaseosas light), yo recién me digné a acompañarlo dos semanas más tarde, cuando la bermuda imitación surfista que me habían regalado el último verano exhibió algunos kilos de más (la playa, el triste espejismo que nos persigue desde mediados de septiembre, la tortura obscena de los cuerpos, provincianos orgullosos de sus equipos de fútbol y yerba enterrada en la arena, siempre juro que no voy a volver pero al final llega enero y estoy ahí, cultivando resentimiento). Los primeros encuentros fueron en la plaza Irlanda: Ezequiel vive a una cuadra y a partir de las seis de la tarde las veredas adyacentes se transforman en una pista de facto donde la armonía entre generaciones y clases sociales parece posible, o por lo menos nadie molesta a nadie. Yo iba en bicicleta desde La Paternal, dos o tres veces por semana, hasta que un proyecto de “recuperación de espacios verdes” de un día para el otro transformó a la plaza en una réplica de los informes televisivos sobre la ocupación de Irak: polvo, cascotes, mendigos y ruido insoportable. Entonces propuse que migrásemos a Agronomía, que queda más cerca de mi casa, tiene olor a campo, muchas hectáreas de árboles y unos pocos perros dispersos que circulan por carriles independientes a los de los pseudo deportistas. Ezequiel ni siquiera lo dudó: además de cuidadoso la diabetes lo había puesto un poco nostálgico, y de chicos a veces íbamos ahí con nuestras novias del secundario (eran amigas entre ellas, mejor no volver a verlas nunca, todo terminó mal), nada más que a tomar cerveza o a fumar mientras nos revolcábamos un poco en el pasto.

En Agronomía había lugar de sobra, casi ningún auto y muchas parejas de estudiantes púberes que se sacaban fotos todo el tiempo con sus teléfonos celulares recién comprados en cuotas gracias a la extensión de tarjeta de crédito que les dieron sus padres. Con un poco de suerte y sentido de la ubicación podía sentirse un dulce, intenso olor a porro, que alimentaba el mito de que los estudiantes de Agronomía (o acaso los de Veterinaria) cultivan el más delicado cannabis en kilómetros a la redonda. A veces, de noche, los bichos de luz nos escoltaban en algunos tramos de nuestra carrera, ávidos por escuchar conversaciones de respiración agitada sobre libros, mujeres, proyectos comerciales destinados a no concretarse (uno: agencia de viajes para estudiantes rusos que quisieran aprovechar las bondades de la UBA, un mercado emergente, podíamos subalquilar una casa y vivir de eso, otro: ir a Paraguay y traer cosas de contrabando, Ezequiel conocía muy bien la frontera con Formosa), la vida sentimental de nuestros parientes, la biopolítica, las fobias y obsesiones de nuestros amigos, los viajes y vacaciones por venir, la idea de un documental sobre las desgracias de nuestros amigos o nuestros parientes (no exento de una mirada popular/paternalista), changas pseudo calificadas que podíamos conseguir, etcétera. Para esa época los medios decían que en Rosario científicos argentinos habían conseguido regenerar el páncreas con estrategias similares a las de la clonación, y Ezequiel estaba dispuesto a participar del experimento.

Una tarde, mientras corríamos, Ezequiel me contó que su trabajo como encuestador lo había llevado a cruzarse con la ex novia de F., un amigo en común con el que suelo conversar bastante seguido por chat. F. es arquitecto y vive en un departamento de tres ambientes a pocas cuadras de mi ex trabajo; ahora que está solo tiene ganas de mudarse o de vivir con alguien confiable para compartir los gastos. Me detuve un minuto para atarme los cordones, y mientras me los ataba pensé que tenía que apurarme para que Ezequiel me diera detalles antes de que empezara a correr en serio y me sacara la media vuelta de siempre. Y justo cuando arranqué de nuevo los vi: en total eran seis, cuatro chicas y dos varones, todos muy hippies, remeras batik, vinchas, guitarra y camisas de colores. No sé si Ezequiel se dio cuenta de que estaban ahí, pero cuando percibió que yo me estaba frenando gritó que después terminaba de contarme lo de F., ahora iba a dar una vuelta por la zona de los invernaderos, cualquier cosa nos encontrábamos más tarde frente a la sede del CBC de Económicas. Eran más de las nueve de la noche y los simulacros de hippie estaban sentados en ronda, rodeados de velas aromáticas compradas en el supermercado, tuppers, una pala de jardinero y botellas de vino. En el centro de la ronda había una especie de jaula portátil no muy grande, de las que se usan para transportar mascotas. Ya me faltaba un poco el aire y empecé a acercarme hasta quedar a unos pocos metros, camuflado en la oscuridad. De pronto dejaron el vino, apagaron los cigarrillos en el pasto y se quedaron todos en silencio. Una de las chicas (pollera semitransparente con dibujos de elefantes) se apoyó en otra y una vez que consiguió incorporarse agarró un tupper y tras abrirlo se puso a volcar sobre la jaula la tierra seca que tenía guardada ahí adentro. A medio metro había un pozo de la profundidad justa para enterrar la jaula. Se me ocurrió que estaban por sacrificar una gallina o algo así y me agaché cerca de un árbol, pero entonces otra de las chicas me señaló y todos empezaron a saludarme: supongo que habrán pensado que era un cuidador y querían quedar bien. Al acercarme un poco más me dí cuenta de que ninguno tenía más de dieciocho años y me contaron que la jaula, vacía, había pertenecido al perro de una de las chicas ahí sentadas. La que se ocupaba de la tierra se apuró a decirme que estaban a punto de iniciar una ceremonia para invocar al espíritu del perro, atropellado por el tren ahí mismo, del otro lado del alambrado que nos separaba de las vías, hacía justo un año. Parece que al perro le encantaba viajar y la jaula era su lugar favorito, y lo que ellos querían era que el espíritu del pobre animal entrase ahí para después enterrarlo feliz de una vez por todas. Siempre supe rodearme de personas (abuelos, madre, ex parejas) que tratan a los animales como si fueran gente, pero lo del exorcismo o ritual este e llamó la atención. Les pregunté si podía quedarme a mirar, un rato nada más porque si mi amigo no me encontraba iba a preocuparse un poco. Me ofrecieron vino y me invitaron a sentarme. Después se presentaron con nombres que olvidé a los cinco minutos.

Contra lo que suponía, a los varones no les molestó mi presencia. Uno de ellos, que usaba una remera de Bob Marley, dijo que para que la invocación tuviera efecto iba a hacer falta más vino, por lo que se ofreció acompañarme a buscar a mi amigo, invitarlo y después volver los tres juntos con un par de botellas y más cigarrillos porque a él le quedaban pocos. La chica que dirigía la ceremonia le pidió que no fuera ansioso y que empezáramos así, igual no íbamos a tardar mucho, y estuve de acuerdo. Mi lugar quedaba justo en el medio de dos de las otras chicas, una tenía los labios pintados y la otra, a mi derecha y con un escote que resaltaba el firme apogeo de sus tetas, me preguntó si yo era el hermano de Vanesa. Le dije que no, y cuando la maestra de ceremonias propuso que nos tomáramos de las manos y nos recostásemos en el piso con los ojos cerrados recé para que ni Ezequiel ni ningún otro conocido pudiesen ver mi momento de regresión adolescente. Con las palabras de la pitonisa empecé a tomar frío; después cerré los ojos y traté de dejar la mente en blanco. A un par de metros se oyó el sonido de un motor al encenderse, y de pronto sentí que la chica de labios pintados, la de la izquierda, me soltaba la mano y empezaba a acariciarme el brazo, en un plan entre erótico y de ejercicio de relajación. Abrí los ojos, y sin soltar a la otra me apoyé sobre mis codos con cuidado de hacer el menor ruido posible. El pibe de Bob Marley, que no se había agarrado con nadie, fumaba con la vista clavada en el cielo y una mano metida entre su cintura y el elástico del jogging. La pitonisa ahora estaba justo en el medio de la ronda, y abría la jaula para guardar dos engendros de trapo con cabeza de muñecas estilo Barbie y el cuerpo lleno de alfileres antes de enterrar todo en el pozo rodeado de montículos de raíces y tierra reseca. Me pareció que lloraba y al mismo tiempo movía los labios como si cantara en voz muy baja; no me prestó atención o ni siquiera se dio cuenta de que yo había abierto los ojos. Giré y con la mano libre me puse a acariciar a la chica de labios pintados: le acomodé el pelo, y cuando empezaba a bajar por cuello y hombros ella me sostuvo la mano y la dejó quieta justo sobre su clavícula. Me pareció sentir como le latía el corazón, y en voz baja le pregunté si no me pasaba su mail. Sonrió sin contestarme, y al ver que la pitonisa iba en busca de otro tupper me volví a acostar con los ojos cerrados. Todo el mundo estaba en silencio, como al principio. No sé cuanto tiempo habrá pasado hasta que la pitonisa, otra vez acostada en su lugar, dijo que había terminado y podíamos levantarnos. Bob Marley preguntó si ahora podía ir a comprar más vino, y esta vez me ofrecí a acompañarlo.

Ezequiel me esperaba con los auriculares puestos en las escalinatas del edificio del CBC. Le pregunté si estaba desde hacía mucho y me dijo diez minutos, pero como no había vuelto a verme pensó que me había torcido el pie o algo por el estilo. Primero le presenté a mi amigo nuevo (dijo llamarse Chapu) y después empecé a contarle sobre las chicas y su ceremonia vudú, aunque no dije nada de los muñecos con alfileres. Chapu me interrumpió para aclarar que no eran sus amigas, que las había conocido ahí, ellas los habían invitado, a él y a su amigo, después de haberles pedido cigarrillos. Comenté lo de los vinos y Ezequiel me advirtió que al día siguiente tenía que hacer unas encuestas en Pompeya, pero cuando le hice una seña dándole a entender que si nos íbamos me daba igual no me prestó atención y una vez frente al quiosco le preguntó a Chapu cuanta plata tenía porque él había traído cuatro pesos. Chapu dijo que él también tenía cuatro pero necesitaba cigarros. Terminamos con un vino blanco de caja y una gaseosa diet de limón en botella de litro y medio. Chapu nos contó que sus padres todavía creían que cursaba el Ciclo Básico para la carrera de Administración, pero había dejado hacía tres semanas. Parecía un poco asustado, como si el hecho de contarlo lo ayudase a percibir las dimensiones de lo que había hecho. Ezequiel le dijo que no se hiciera problemas porque había más administradores que empresas para administrar, pero Chapu no escuchó el comentario o no le hizo gracia. Cuando llegamos al lugar donde tenían que estar las chicas no había nadie. A pesar de la poca luz me puse a revisar el piso a ver si encontraba el lugar donde habían enterrado la jaula con los muñecos. Chapu dijo que él no había visto ningún muñeco y que para él no habían enterrado nada más que la caja, seguro que se habían ido por miedo a que viniera algún cuidador. Ezequiel me ayudó por un rato, pero después pidió un cigarrillo y se sentó en el suelo, mientras con Chapu todavía buscábamos sin que él dejase de llamar a Mauro, su amigo, que también había desaparecido. Cansados de no encontrar nada nos sentamos con Ezequiel, que había abierto la gaseosa. Chapu se ofreció a abrir el vino, pero le dijimos que se lo guardara y después de fumarse un cigarrillo nos dio la mano para despedirse. Iba a darse vuelta cuando se escucharon unas pisadas al otro lado de los árboles. Nos miramos sin que ninguno de los tres demostrara demasiadas ganas de moverse y averiguar que era eso. Hasta que de pronto distinguimos la figura de un perro acompañada de un instantáneo olor a podrido. Parecía un boxer y estaba medio rengo, zigzagueaba, y cuando lo tuvimos cerca ví que tenía el lomo lleno de sarna y largaba un gruñido bajo y regular. Chapu retrocedió un poco y le tiró con el cartón de vino, que le pegó justo en la cabeza. El perro quedó un poco atontado, largó dos ladridos lastimeros, olfateó la caja y después empezó a irse por el mismo lugar por donde había llegado. Cuando lo perdimos de vista Chapu dijo qué olor a mierda, encendió otro cigarrillo, volvió a darnos la mano y se fue en dirección contraria a la del perro. Yo iba a decirle que se olvidaba el vino, pero no dije nada. Esperamos un rato y nosotros también empezamos a volver sin decirnos nada. En un momento, antes de salir de Agronomía, Ezequiel terminó de contarme lo de la ex de F. y yo le propuse que se quedase a comer en casa, había tarta de verduras y mi vieja ya debía estar durmiendo. Podíamos aprovechar y hablar sobre nuestro documental, o alquilar alguna de las mediocres películas recomendadas por la mediocre reviste de cine en la que Ezequiel escribió en una época (le pagaban poco, al final no le pagaban). Dijo que iba a pensarlo en lo que quedaba del camino, porque además de las encuestas tenía que ir a buscar a su viejo al aeropuerto. Después, cuando ya casi estábamos en la puerta de salida, tapó lo que quedaba de la botella de gaseosa, la colocó sobre la senda de asfalto y la pateó. Le seguí el rastro y corrí a patearla en dirección contraria, y él la pateó otra vez, y antes de que yo llegara volvió a patearla, y yo lo alcancé y la pateé, y el la pateó de nuevo hasta que se le salió la tapa y el líquido salpicó un alambrado y la botella se fue tan lejos que la perdimos de vista.

2 comentarios:

Jaramillion dijo...

Acabo de terminar de leerlo y, casi como si fuera "Pet Cemetery", me parece oir una versión del tema de los Ramones, sólo que esta vez la tocan los Jóvenes Pordioseros.

Dale Vanoli. Hacé ciencia.

Anónimo dijo...

hablando de blogs con amigos (algunos bloggers).
cosas que suman:
interlineando 1,5 o doble
posts cortos
poner cosas interesantes (este es el ítem más subjetivo, pero bué).

igual está bueno el blog (pese a que a veces fallan con los dos primeros ítems).

abrazo