Texto de Julián Urman, ama de casa, próximo bestseller tamarisco.
La muerte por fuego reclama del que muere una presencia absoluta; la muerte por frío resulta de una serie de muertes parciales, desde las extremidades expuestas hacia el centro, y concluye con una ausencia totalitaria.
En la mitad exacta del lago congelado, Leuman pelea por hallar la solución a un problema en apariencia irresoluble: mitad afuera, mitad adentro, ambas piernas sumergidas en el agua, ya no cree posible escapar del pozo que lo ha capturado. La fuerza que ejerce para intentar salir, al no hallar punto de apoyo, se vuelve contra si mismo y lo lastima. Nieve sobre las copas de los árboles y nieve en las cimas de las montañas nevadas. Frío por dentro y por fuera de Leuman, ¿quiere Dios este final? ¿Es esta muerte poco heroica un designio de Su autoría?
Leuman quiere vivir: aún cuando la vida se le presenta como una circunstancia adversa, él se refugia en su capacidad de generar un carnaval brasileiro. Primero la música, de lejos miles de tambores anticipan a las señoritas doradas por el sol, indicios en sus cuerpos de la forma de la bikini que usaban el día que se broncearon así, triángulos de piel blanca sobre los pechos, en el espacio que el atuendo carnavalesco -más pequeño que una bikini- permite ver, contrastan con la brillosa oscuridad de la piel sudada.
Siempre quiso ir a Brasil en época de carnaval. Por historias de terceros sabe lo suficiente como para desear esa última aventura antes de la muerte. El problema, o la razón de que nunca fuera es su particular antipatía (producto de la envidia) hacia las demostraciones de alegría populares. Brasil es un lugar donde los negros sonríen dientes blancos y ocultan con mallas diminutas humanidades desproporcionadas, maquiavélicas, difíciles de soportar para las cavidades no preparadas de las turistas que descubren, al llegar, un nuevo mundo pletórico de placeres prohibidos.
Es justo que asi sea, supone Leuman, luego del mal trato que la raza negra ha recibido a través de los siglos, es ahora justo que sus porongas inmensas reciban la caricia blanca de manitas suecas, solo que podrían ser más discretos. ¿Qué necesidad tienen de pasear esas sonrisas de calavera a ojos del resto de la empobrecida población? Hombre negro, sonrisa blanca; hombre blanco, sonrisa negra.
Leuman, al perderse en estas cavilaciones, deja de moverse y descubre que ya no sabe si aún comanda el cuerpo que le pertenece: las primeras ordenes que su cerebro envía a las extremidades congeladas son recibidas con indiferencia. Debe concentrarse para lograr un espasmo impercetible en el dedo meñique de su mano izquierda. Insiste con el meñique, insiste, hasta que recupera la mano entera.
Ahora que recuerda el movimiento visualiza una escola de samba sacudida por el ritmo de la música, ya no es una visión lejana, decenas de turistas revientan cámaras digitales en un intento por capturar lo inasible del movimiento, caderas negras reclaman la atención de aquellos que solo pasaban por ahí cuando hallaron el dínamo compuesto por decenas de cuerpos danzantes, fuente de un calor que derrite las mejores intenciones.
Sujeto por la cintura a un hueco en el hielo, Leuman baila provisto de un inmenso deseo de superar lo adverso del destino, frío, frío, frío, y calor, calor, calor, dimos letra al diablo y el diablo siempre cumple: he aquí el infierno que pedías, el que llorabas de noche, el causante real de todas las buenas acciones que creías altruistas.
Canta Leuman, por no pensar en el diablo, canta con el viento canciones de los carpenters, canciones de amor que traduce en simultaneo para beneficio de los lobos (llegan de a uno o de a dos y se acercan hasta donde la nieve se convierte en hielo) que no parecen dominar el inglés. Ya forman un círculo ámplio alrededor de Leuman, algunos pelean entre sí por ningún motivo, en anticipo de la pelea que tendrá lugar por el cuerpo expuesto en su parte superior como un bocado incitante. Leuman es una persona de gran tamaño. Los ojos alucinados de los lobos lo juzgan así.
Baila morena, baila, y sacude tu rubia cabeza, toma la mano de tu compañera y dale un besito entre los nudillos. Ella responderá un beso en tu hombro, quedarán bailando juntas, piernas cruzadas por el hueco de las piernas ajenas. Seis morenas bailan y besan bocas redondas, seis morenas sobre Leuman buscan la piel desnuda y blanca, toman entre los labios la carne fofa y la exprimen. Ofrecen triángulos blancos de piel de pecho a labios que desesperan por una gota del cálido líquido materno.
Quisiera Leuman no estar a tan baja temperatura, su sexo reducido a un moñito de piel, más en compañía de las morenas cuyas cuevas acostumbran albergar cuerpos negros, de los que ya hablamos, pero las morenas no parecen preocuparse, llaman las seis en coro a la que viene a salvarte, a la sin dientes, retiran de encima de Leuman unas a otras, si hace falta es a los golpes que despiertan a las que, en trance de placer, no sueltan el espacio conquistado de piel expuesta.
Al fin, el cuerpo blanquecino de Leuman pierde la capa de piel morena que lo recubriera y permanece al natural, recostado sobre las sábanas de seda sintética. Ceremonioso avance de la sin dientes, mujer de edad, tetas caídas por la cintura, pezones destruídos por el esfuerzo de amamantar a todo el planeta. Desde un sueño rojo exclama Leuman “No llego a verte, ¿sos vos?”. Y la sin dientes “Sí, soy yo”.
lunes
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2 comentarios:
está bien pero...
...se muere o no se muere, Leuman?!
(ah, fíjensé ámplio)
Abrazo que espera...
Yo creo que sobrevive, en fin, Leuman es un lobo más
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