el año empieza con pregnante pegote cheeveriano.
...a la hora de arriesgar hipótesis, luego de un sondeo teñido de paranoia consideré seriamente el gozo de la libertad que ronda el capricho. Así fue:
Que un libro de relatos sea elegido el mejor del año quizá sirva para remover ciertos juicios que desde hace tiempo pesan sobre el género (los cuentos no venden, los "escritores serios" escriben novelas, etc.). Desde la publicación, en 1978, de sus Cuentos completos, John Cheever gozó de un notable reconocimiento en Estados Unidos. Pero en Argentina su obra era casi secreta hasta la aparición, en 2003, de La geometría del amor, antología con prólogo de Rodrigo Fresán, punta de lanza de ediciones posteriores. Además de la difusión de su obra en los últimos años, o precisamente a causa de esto, podemos preguntar: ¿Porqué escritores y editores argentinos se apropian del autor siempre catalogado como anatomista de la clase media norteamericana? ¿Qué fibra toca su obra en los lectores de este lejano país sudamericano, en el año 2006?
Si cada lugar impone ritos y tipologías de relación –en Cheever el núcleo es la familia sanguínea como en Dickens lo era la adoptiva– la lectura conspirativa, ávida de paralelismos, es sumamente tentadora: en estos cuentos lo geográfico funciona como amparo de lo doméstico y red de contención social. En los barrios residenciales se tejen los códigos de la clase media; lo cotidiano es el campo de batalla del individuo, los valores tradicionales y los fantasmas emergentes del capitalismo urbano.
Suele apuntarse que las ficciones de Cheever suceden en lugares determinados: Nueva York, los suburbios, lugares de veraneo y ciudades europeas (casi siempre Italia). Que se nos hable de Shady Hill o Bullet Park no nos excluye por lejanía ni nos seduce por su excentricidad. El barrio residencial opera con sus reglas (fórmulas de cortesía para cocktails, clubes, colegios privados) tanto en Massachussets como en Pilar: los jardines con pileta son clave de pertenencia, imagen garante del núcleo familiar y vecinal.
Y el andén repleto luego de un día de trabajo puede ser Belgrano R, y la increpación de los rostros veloces del otro lado de la vía remite al sofocante rugido del subte porteño. En su pretensión de ciudad europea, Buenos Aires tiene su espejo aspiracional en Nueva York y la costa Este.
Los códigos de urbanidad son tiranos y frágiles: un orden sutil se corrompe cuando el protagonista de Una visión del mundo trata de espiar la lista de supermercado de un anciano que la aprieta contra su pecho "como un prudente jugador de naipes". La soledad sórdidamente contemplativa en la estación es violentada por el abordaje de una vecina quejosa. Luego de un aterrizaje forzoso, donde la muerte es una amenaza real, y una vez evitada la catástrofe, el narrador de El marido rural, apunta: "Apenas se había modificado la actitud de desconfianza con la que la mayoría de los norteamericanos miran siempre a sus compañeros de viaje". Y, al volver a casa, las cosas no parecen ser demasiado distintas.
La cultura del inmigrante emprendedor –devenido en self made man- y de los nuevos ricos que llegan a una posición social superadora resuena con fuerza en el lector de estos pagos. Casi siempre de ascendencia extranjera –y educación cristiana-, la "comunidad" que protegen y aborrecen es, sin embargo, la única vía posible cuando se tiene educación universitaria y empleo "digno". En esa tensión -como gestada en la clase media alta argentina, incluida la idea del prestigiante "viaje a Europa" - se mueven cuarentones en crisis que quieren recomponerse en vacaciones, como Los Hartley. En Una visión del mundo dice: "Se hubiera dicho que estábamos bailando sobre la tumba de la coherencia social." Hasta las vacaciones en familia –Laud´s Head puede ser Cariló- tiene aires de ritual vernáculo.
Cheever maneja los momentos festivos de la comunidad con una ambigüedad interpelante: condensa, relato a relato, cinismo, compasión y complicidad. Si en Adiós, hermano mío, la fiesta en el club de pesca tiene el aura de verdadera comunión, en El marido rural lo comunicable es reprimido en honor a la hipocresía de la reunión social.
Pero los vecindarios, los viajes y la gran ciudad adquieren verdadera potencia en cuanto escenarios del comercio de los afectos: el lugar donde se juega la valoración y la ruptura, el brillo y el desgaste de relaciones matrimoniales, de padres e hijos, de amigos y vecinos. A costa de invalidar nuestra hipótesis inicial, la obra de Cheever tiene la cadencia triste y permeable de los planteos en medio de una crisis. En el El marido...también se lee: "su gusto por las fiestas nacía de un temor perfectamente natural al caos y la soledad. Aunque hubiera salido siete días a la semana no se habría curado de su aire pensativo –el de alguien que oye una música lejana-, porque siempre seguiría imaginándose la existencia de una fiesta más animada en algún otro sitio." Con una prosa delicada o, al decir de John Gardner, con "esa voz de Cheever para escribir cantando", los relatos nos enfrentan con la contradicción necesaria y desesperante entre el descubrimiento y la conformidad.
Publicado en Cultura de Perfil, el domingo 31 de diciembre
Si cada lugar impone ritos y tipologías de relación –en Cheever el núcleo es la familia sanguínea como en Dickens lo era la adoptiva– la lectura conspirativa, ávida de paralelismos, es sumamente tentadora: en estos cuentos lo geográfico funciona como amparo de lo doméstico y red de contención social. En los barrios residenciales se tejen los códigos de la clase media; lo cotidiano es el campo de batalla del individuo, los valores tradicionales y los fantasmas emergentes del capitalismo urbano.
Suele apuntarse que las ficciones de Cheever suceden en lugares determinados: Nueva York, los suburbios, lugares de veraneo y ciudades europeas (casi siempre Italia). Que se nos hable de Shady Hill o Bullet Park no nos excluye por lejanía ni nos seduce por su excentricidad. El barrio residencial opera con sus reglas (fórmulas de cortesía para cocktails, clubes, colegios privados) tanto en Massachussets como en Pilar: los jardines con pileta son clave de pertenencia, imagen garante del núcleo familiar y vecinal.
Y el andén repleto luego de un día de trabajo puede ser Belgrano R, y la increpación de los rostros veloces del otro lado de la vía remite al sofocante rugido del subte porteño. En su pretensión de ciudad europea, Buenos Aires tiene su espejo aspiracional en Nueva York y la costa Este.
Los códigos de urbanidad son tiranos y frágiles: un orden sutil se corrompe cuando el protagonista de Una visión del mundo trata de espiar la lista de supermercado de un anciano que la aprieta contra su pecho "como un prudente jugador de naipes". La soledad sórdidamente contemplativa en la estación es violentada por el abordaje de una vecina quejosa. Luego de un aterrizaje forzoso, donde la muerte es una amenaza real, y una vez evitada la catástrofe, el narrador de El marido rural, apunta: "Apenas se había modificado la actitud de desconfianza con la que la mayoría de los norteamericanos miran siempre a sus compañeros de viaje". Y, al volver a casa, las cosas no parecen ser demasiado distintas.
La cultura del inmigrante emprendedor –devenido en self made man- y de los nuevos ricos que llegan a una posición social superadora resuena con fuerza en el lector de estos pagos. Casi siempre de ascendencia extranjera –y educación cristiana-, la "comunidad" que protegen y aborrecen es, sin embargo, la única vía posible cuando se tiene educación universitaria y empleo "digno". En esa tensión -como gestada en la clase media alta argentina, incluida la idea del prestigiante "viaje a Europa" - se mueven cuarentones en crisis que quieren recomponerse en vacaciones, como Los Hartley. En Una visión del mundo dice: "Se hubiera dicho que estábamos bailando sobre la tumba de la coherencia social." Hasta las vacaciones en familia –Laud´s Head puede ser Cariló- tiene aires de ritual vernáculo.
Cheever maneja los momentos festivos de la comunidad con una ambigüedad interpelante: condensa, relato a relato, cinismo, compasión y complicidad. Si en Adiós, hermano mío, la fiesta en el club de pesca tiene el aura de verdadera comunión, en El marido rural lo comunicable es reprimido en honor a la hipocresía de la reunión social.
Pero los vecindarios, los viajes y la gran ciudad adquieren verdadera potencia en cuanto escenarios del comercio de los afectos: el lugar donde se juega la valoración y la ruptura, el brillo y el desgaste de relaciones matrimoniales, de padres e hijos, de amigos y vecinos. A costa de invalidar nuestra hipótesis inicial, la obra de Cheever tiene la cadencia triste y permeable de los planteos en medio de una crisis. En el El marido...también se lee: "su gusto por las fiestas nacía de un temor perfectamente natural al caos y la soledad. Aunque hubiera salido siete días a la semana no se habría curado de su aire pensativo –el de alguien que oye una música lejana-, porque siempre seguiría imaginándose la existencia de una fiesta más animada en algún otro sitio." Con una prosa delicada o, al decir de John Gardner, con "esa voz de Cheever para escribir cantando", los relatos nos enfrentan con la contradicción necesaria y desesperante entre el descubrimiento y la conformidad.
Publicado en Cultura de Perfil, el domingo 31 de diciembre
3 comentarios:
muy buen artículo, Sonia. Lo leí el domingo. saludos.
Grosso, Sonia.
Gracias a ambos.
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