viernes

Lo que tiene el 3

Una versión de este texto fue leída en Alejandría

La vida de una deportista de elite es un rosario de ingratitudes. Una empieza así, de inocente nomás, de chiquita lo único que te importa es salir campeona y el premio de conocer el mar con el resto de tus compañeras de equipo, hermosas nenas mancas acompañadas por padres que nunca se cansaron de llevarnos a los castings en los clubes o en la tele, siempre preocupados por los contratos de sus nenas malcriadas que se quejaban de tener que usar pajita para tomar la sopa mientras los demás comían chocolates o hamburguesas o cosas peores.
Y al final ganás el campeonato y viajás a Villa Gesell y al volver tratás de convencerte de que la pasaste bárbaro, por más que sin brazos nadar es bastante difícil, que en los boliches sólo había gendarmes retirados y que durante el día los entrenamientos eran peores que en una pretemporada común (subir médanos y ensayar jugadas porque en primera división las cosas no iban a ser fáciles para nadie). Pero qué importa lo que pensábamos si igual todas dijimos que el viaje nos había encantado, y mientras tanto mamá firmaba los papeles del pase definitivo sin tiempo para mirar nuestras fotos en la orilla, protector solar en narices pecosas y todavía ilusionadas con una vida de más viajes por el mundo y tapas de suplementos deportivos y hoteles con hidromasaje y un escote perfecto cubierto de medallas de oro.

Casi siete años después de mi debut en primera, en una tarde de lluvia, nos dejaron afuera de la Copa del Rey. Perdimos seis a cero y el final fue lamentable: cinco terminamos sin corpiño (de las contrarias sólo dos), y nos expulsaron a la arquera cuando faltaban casi quince minutos. Los periodistas iban a empezar a decir que ya no corremos y que para colmo andamos con las piernas llenas de estrías, las mentiras de siempre para sacarse de encima a los equipos de jugadoras más experimentadas y contratar pendejas que te matan en el pique corto pero ni siquiera son capaces de meter un buen pase en profundidad: el show debe continuar, que las hienas jóvenes se encarguen de la carroña. No saben, ni idea tienen de lo que es llegar al vestuario con las tetas al aire, las rodillas llenas de barro y el pelo hecho un desastre, grupos de hinchas que joden y sacan fotos desde la platea y no te queda otra que bañarte rápido y en media hora volver a estar divina para ellos, que no se cansan de gritar mientras descuelgan las banderas y rezan para salir sorteados (aunque sea una vez, aunque sea con una suplente), porque ganes o pierdas atenderlos hay que atenderlos igual, ellos pagan sus impuestos y tienen derecho a relajarse un poco después de haber sufrido como locos durante los noventa minutos.
Ya se, todo el mundo va a decir que somos privilegiadas: vivimos en las instalaciones del club, tenemos calefacción, servidumbre y películas gratis. No ingerimos alimentos transgénicos, y las empresas pagan para que usemos sus nuevas líneas de cosméticos. En lugar de cargar bolsas en el puerto, entrenamos. Nos jubilamos jóvenes y nos regalan un departamento en la costa (por más que en la costa sólo hay gendarmes retirados). Pero les juro que no es tan así: la publicidad puede transformar en princesa a una laburante cualquiera. A veces me pregunto si mis viejos me habrán dicho toda la verdad.

A pesar de la lluvia, en el vestuario hacía mucho calor. Nos duchamos, y mientras nos maquillaban se oían gritos y cantos desde los pasillos que desagotan la popular. Varias de las chicas estaban con la moral en el segundo subsuelo, ni siquiera ganas de mirarse al espejo tenían. El sorteo se había hecho en el entretiempo, y para levantarnos el ánimo Marcia dijo que por suerte la mayoría de los números de identificación que habían salido eran de chicos jóvenes. Hice fuerza para sonreir y traté de pensar que salvo la goleada estaba todo bien, pero estaba claro que esta había sido la última Copa para muchas de nosotras.
Los eunucos me ayudaban a acomodarme el baby doll cuando Karina dijo: “hoy es un buen día para que se aparezca el 3”. Nadie hizo ningún comentario: la leyenda de que él había ayudado a las seis últimas fugitivas empezó como expresión de deseo y terminó como broma de mal gusto. Muchos decían que estaba muerto, otros que nunca había ganado nada importante o que no era tan bueno, y en una revista Gente leí que se trataba de un androide que se había sublevado. Yo nunca quise hacerme la película: una vez, un director técnico dijo que lo del 3 y los rescates fue un chamuyo que tiraron los de la Federación para burlarse de nosotras.

Mientras me secaban el pelo no podía dejar de imaginarme a los ganadores del sorteo, sus esposas dormidas y ellos sentados frente a cafés humeantes en vasos de plástico, en plan de repasar las emociones del partido y con la esperanza de que les tocara alguna de las pibas más jóvenes. Le pedí a un eunuco que antes del servicio me acompañase a mi habitación: me había olvidado el perfume, y el frasquito nuevo era muy complicado para aplicármelo sola. A la vuelta me dejó en el cuarto quince (mi número de mini short desde hace cuatro años) y me senté en la cama a esperar por el fanático favorecido en el sorteo.
Como no llegaba pedí que bajaran las luces y me recosté a tararear un tema que el otro día una de las chicas puso en la radio de la concentración. Cuando el tipo abrió la puerta ya me estaba quedando dormida. Lo miré por el espejo y no me pareció nada especial: petiso, de rulos, en la oreja un aro de brillantes, vestido con ropa deportiva que le quedaba enorme. Recién cuando subieron un poco la iluminación me di cuenta de que era él, su sonrisa en publicidades de desodorante y en los afiches del plan nacional a favor del consumo: el 3 había venido a buscarme.

Mi primer impulso fue quitarle la ropa con los dientes (ese jogging sudado y las zapatillas de entrenamiento eran reliquias que cualquiera de las chicas hubiera soñado masticar). Así descubrí lo que tiene el 3: dos implantes hermosos, casi artesanales, pezones como rodajas de morcilla y unas piernas musculosas de adolescente recién depilado. Yo nunca había estado con alguien así, y confieso que nunca la había pasado como esa noche. Casi al amanecer fumamos cigarrillos negros (el 3 me convidaba) y me juré que nunca, nunca iba a preguntarle nada sobre el tema que le molesta. Me mostró fotos de sus hijas, y le dije que las dos tenían pasta de estrellas de televisión. Antes de cambiarnos no pude más y le dije: ¿no te jode que yo no tenga brazos? Nada que ver, me contestó, eso te hace más hermosa.

Salir del estadio fue lo mejor de todo: me llevaba tomada de la espalda y, pese a que en el fondo ni a los de la comisión ni a los de la tele debía gustarles ni un poco que el 3 viniera y se llevase jugadoras, nadie se animaba a enfrentarlo. Un gendarme le sostuvo la mirada y él lo hizo arrodillarse y chupar las escaleras (siempre meadas) que llevan a la tercer bandeja. Pedimos mi legajo, el 3 lo guardó en su mochila y, una vez en la calle, después de perder de vista la mole de cemento cubierta de pedacitos de espejo que era el estadio, festejamos con uno de los besos más lindos que me habían dado nunca.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Te diste cuenta? Este texto y el del libro terminan con un beso...

Anónimo dijo...

usuario, sos tan previsible...

Anónimo dijo...

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