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LA SIMPLEZA DE LO TERRIBLE


Emanuel Rodríguez leyó El Asesino de Chanchos, flamante libro de Luciano Lamberti:

Una idea vegetal de la historia: como si cada anécdota fuera una rama que lleva a otra rama que lleva a otra rama. En los cuentos de El asesino de chanchos lo que pasa tiene siempre el aspecto cruel y hermoso de esas clases de hiedras que destruyen la superficie por la que crecen, un ser parasitario pero irresistible, que se alimenta de algo que no podemos ver y que no deja de tener la fragilidad de cualquier planta frente al otoño. Una anécdota se entrecruza con otra, conocemos escenas, momentos de definición de personajes que comparten el mismo enfado, la misma resignación ante eso que se sugiere con la simpleza de lo terrible. Alguien se muere, es así de simple. Alguien se acuesta con su medio hermano y una aspirante de actriz, y es así de magnífico y simple. Las cosas simplemente pasan, ocurren, ligadas por un hilo misterioso o una savia cuyos minerales son un asombro apagado, una última energía ante la derrota, una alternativa pasiva ante un mundo demasiado hostil.

El paisaje predominante es cordobés. El noreste, las sierras. Pero no es un paisaje costumbrista, porque cada escenografía está siempre enrarecida, relatada con un halo de misterio que resulta tanto de una obsesión por la brevedad como de un registro de narrador enfadado. En muchas ocasiones da la impresión de que el narrador es como esos chicos enojados que no quieren hablar, que dicen lo justo y necesario para que podamos entender lo terrible de la situación. “Y una madrugada armé una mochila y me fui. No dejé ni siquiera una nota”. O “Cuando estaba llegando a la punta se resbaló y se cayó. Así de simple”. Y de hecho, a pesar de que cuenta escenas sombrías y de que describe personajes sangrientamente marginales, es un libro que remite a la infancia. Porque apela a esa clase de construcción narrativa educada por igual en la leyenda popular y en los primeros tiempos de la televisión por cable. Una búsqueda no del todo resignada de los pequeños héroes y las pequeñas cosas que alguna vez nos dieron algo parecido a la seguridad y la felicidad.

En varios cuentos las estrategia de Lamberti es contar dos historias a partir de un juego de apariencias. Una de esas historias es de amor, la otra, de muerte. No hay personajes en común, aunque siempre un protagonista de la historia A escucha o lee la historia B. Cada fábula que se cuenta parece entonces uno de esos espejos deformados y deformantes de la Casita de Casper, y el lector se ve ante un desafío emocionante: ver qué es lo que reflejan y distorsionan esos espejos. Y hasta puede tratarse de un desafío sentimental, porque cabe la chance de que se trate de algo que nos involucra, una oscuridad que nos reclama.

La tentación de la metáfora aquí es una réplica perfecta de la extrañeza que nos produce la vida, de esa necesidad perpetua de sentido que a veces nos lleva a creer que todo tiene que ver con todo. O que todo es una planta trepadora y nosotros somos hojas. Y lo que se acerca es siempre la estación más seca.

Publicado en La Voz del Interior, suplemento Ciudad X, 1/7/2010


En breve, novedades de la PRESENTACION DEL 8 de JULIO

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