viernes

Córdoba ida y vuelta


Siempre quise ir a la ciudad de Córdoba. Motivos personales, curiosidad. De lo personal se puede leer algo en algunos cuentos que andan por ahí. La cusiosidad, en cambio, es más movediza y tiene varias direcciones, como una brújula rodeada de imanes. Quizá sea por eso que recién el sábado pasado, a la noche, me subí al micro y me fui para allá.
Me había invitado Carlos Ferreyra (nada que ver con los del Palacio Ferreyra, dice él cuando me muestra el museo, durante el city tour), que trabaja en La voz del Interior y es editor de Editorial Recovecos. El plan era llegar el domingo a la mañana, pasar el día allá, a la tarde leer junto a Diego Vigna y Hernán Arias en la Feria del Libro (coordinó Fernando Stefanich), y volver esa misma noche. Pensaba, durante el día, recorrer la ciudad. Quizá ir al Comando de Comunicaciones 141, donde mi viejo hizo la colimba como infiltrado del ERP en el 72 y lo entregó en el 73 (poco antes de su baja), momento desde el cual quedó en la clandestinidad hasta que desapareció, también en Córdoba, en el 76.
Él no era de allá, era de Villa Mercedes-San Luis. Estudiaba abogacía, militaba en el ERP y le tocó la colimba. Su apellido era Giménez, además, no Bruzzone, que era el de mi vieja. Así que Félix Giménez estaba allá de paso, en cierta forma. Como yo el domingo. Es decir: de paso, esa sería una forma de ver las cosas. Porque al final él se quedó allá. O su cuerpo, si se quiere, se quedó allá: en alguna parte. Y creo que todos en mi familia paterna, aún sin haber nunca pisado suelo cordobés, de alguna manera también nos quedamos en Córdoba.
Sin embargo este viaje estuvo libre de todo eso. Porque lo que podía ser un recorrido personal y casi telúrico se convirtió en Carlos Ferreyra yendo a buscarme apenas llegué. Nos tomamos un café en Dean Funes y Velez Sarfield, donde hacía unas semanas los empleados municipales habían incendiado la librería que hay en la esquina; esperamos a Arias, con quien nos instalamos en un hotel del centro, y de ahí nos fuimos a un asado en lo de Ferreyra, en las afueras.
En el asado también estaban Hernán Brienza, Sergio Gaiteri y su chica embarazada, Alejo Carbonel, Diego Vigna, el tucumano Fabián Soberón. No me acuerdo mucho de qué hablamos. Sí de que el que más habló fue Arias, y Carbonel, y Brienza. Ferreyra y Vigna un poco menos, como Soberón y Gaiteri, y su chica embarazada, y yo. Había mucho vino, eso sí. Creo que una botella por cabeza; y además champagne, y cerveza. Y mucha carne; hasta mollejas, había. Ahora sí me empiezo a acordar un poco más: hablamos de libros y cosas así, y en un momento salió el tema de los taxistas, alguien se acordó del libro de Horacio González, que salió hace poco, y Brienza dijo que los taxistas son de la SIDE. No son espías, sino megáfonos, dijo. Después creo que Arias mencionó que el fachismo de los taxistas es por el estatus social de sus clientes: clase media para arriba, que eso los hace escuchar Radio 10 (y afines) para estar a tono con quienes les dan de comer. Y la hipótesis cuajó por un tiempo hasta que Carbonel propuso otro enfoque. Lo de los taxistas, parece, no es sólo la reproducción del discurso de la difusa patronal del cuentapropista. Hay algo mucho más profundo, en realidad, que es la necesidad de encabalgar un viaje con otro en una especie de gran viaje cósmico. Carbonel no lo dijo así, ojo, pero yo ahora lo entiendo de este modo. Cuando un pasajero sube, salen algunos temas y perspectivas de todos esos temas, y el taxista, de un viaje a otro, tiende a seguirlos, como si los hilara a lo largo de todo el día de trabajo, de toda la semana, de toda su vida de taxista. Carbonel usó el término cadáver exquisito: el taxista hace lo que puede con los fragmentos que le agrega cada pasajero al relato inicial, que es el del primer pasajero, y su relato, así, nunca llega a organizarse, porque siempre es un relato en vivo, improvisado, que además depende de intervenciones bastante aleatorias. En su momento lo entendí, y me pareció muy preciso, a pesar de que ahora los argumentos se me pierdan un poco. Para terminar, mencionó la capacidad narrativa de algunos taxistas, que cuentan la anécdota que tienen en mente alargándola o acortándola, según el tiempo del viaje, valiéndose de herramientas narrativas varias y asombrosas.
Bueno, la cosa siguió por otro lado, se habló de antologías, de los libros que ahora Carbonel publica en su nuevo sello, del nuevo sello que hay allá, bastante popular, con ediciones agotadas en 15 días, por donde saldría la novela de Gaiteri, etc. Al final, nos volvimos un poco borrachos en el auto de Gaiteri: un Duna celeste que rechinaba en cada lomo de burro. Quizá fue taxi, ese auto, o remís (el mapa cósmico crece); quizá el mismo Gaiteri, en algún momento de su vida, fue taxista... Adelante iban él y su chica embarazada, y atrás Arias, Soberón y yo. Arias dibujaba algo en su libreta. Soberón hablaba de pintura y yo dije que odio a la pintura porque tengo un cliente pintor (Duilio Pierri, bastante conocido: de hecho todos los que iban adentro del Duna lo conocían) que me debe tres meses del mantenimiento de su pileta. Todos me dieron la razón, o estuvieron de acuerdo en que mi razón para odiar a la pintura, aunque dependa de mi inutilidad para cobrarle a Pierri, es una razón verdadera. Cuando llegamos, Soberón salió corriendo para la Feria, donde coordinaba una mesa. Arias y yo todavía teníamos tiempo, así que nos metimos en el hotel, vaciamos las últimas cervezas del minibar y casi media botella del whisky que él había ido a comprar mientras nos despedíamos de Soberón. Unos minutos antes de que fuera nuestro turno de correr a la Feria, cayó Bruno, un amigo de Arias, de los años de Arias en Córdoba, y fumamos un rato.
En la mesa leímos lo que teníamos para leer, hablamos. Había un aire de libertad, el día había sido en verdad precioso, lleno de sol, brisa suave, gente tirada en los parques preprimaverales que dan a La Cañada, muy cálidos, casi sin pasto, y creo que eso tiñó un poco lo que dijimos de la literatura, poniéndola en el lugar del gran arte de la libertad. Ahora me acuerdo de un libro de Federico JeanMarie, La patria, donde también, por momentos, se habla de la libertad con ese aire pacifista y un poco iluso que se siente en los buenos momentos.
Yo me tenía que volver rápido. Gaiteri y su chica embarazada me llevaron a la terminal. La despedida, en medio del tráfico, fue breve pero pareció larga; o más que larga, ancha, como la hospitalidad de toda la gente con la que había estado. Ya en el micro, me quedé dormido al instante. El libro de Vigna que había comprado en la Feria, Hadrones, se me cayó al piso y quedó para siempre ahí, en el micro. Igual, antes de eso (lo que realmente lamento muchísimo), a las cuatro y media de la mañana me desperté con la panza revuelta. No sabía si levantarme o no para ir al baño. Siempre me mareo en los micros. Si me levantaba, lo más seguro era que vomitara en el pasillo. Si me quedaba quieto podía volver a dormirme y llegar para vomitar en casa, tranquilo. A la media hora me despertaron las arcadas y bueno, hice lo que pude: armé una bolsa con la frazada que te dan para dormir y vomité adentro, y como el asiento de al lado estaba vacío, dejé mi vómito ahí, envuelto en la frazada que no hacía falta usar para taparme, y seguir durmiendo, porque hacía calor.

6 comentarios:

Diego Vigna dijo...

Ojalá que el libro haya quedado en manos de quien se fumó el vómito. Qué es eso sino una hermosa secuencia lógica.
Cuando vaya para allá te llevo otro, Félix,
un abrazo loco,
D.

felix dijo...

Justicia poética para el que encontró el libro (y el vómito).

Anónimo dijo...

qué lindo relato, me gustó mucho.
Saludos.

Anónimo dijo...

Está bueno, Félix, eh, igual el relato era diferente, me parece,había mucho vino, es cierto. Lo que decía es que los tipos eran tiempistas, que el pie en el acelerador, los semáforos, la dirección donde te tienen que dejar y el relato que van llevando son parte de un solo artefacto literario, que no puede cerrar sino en conjunto para que funcione
Un abrazo.
Alejo

felix dijo...

nunca mejor explicado
ah! vino, vino
abrazo grande alejo

Anónimo dijo...

un par de comentarios:

el padre de Hernán Arias es taxista en San Francisco

Sergio Gaiteri ha sido sodero durante muchos años, al igual que su padre

el Duna es un R-9

salud!