
Eugenia Zicavo leyó Ravonne y lo reseñó. Las gracias del equipo Tamarisco, y he aquí el delicioso fruto de su labor:
Aún cuando permanecen calladas, las personas hablan. Habla esa voz interna y silenciosa que corre al ritmo de los pensamientos, las obsesiones, los deseos inconfesos. El monólogo mudo de Ravonne es de los que pocos resistirían escuchar: el de un pedófilo que sueña con camas semivacías, sólo ocupadas por cuerpos pequeños, vulnerables, a punto de despertar en una pesadilla que lo tiene como verdugo. Ravonne supo ser animador de programas infantiles, el más querido por los chicos, al que le mandaban dibujos o chupetes hasta que sus historias de abuso de menores salieron a la luz.
Candelaria, su mujer de entonces, es una actriz de telenovela que pasado el escándalo de su separación volverá a la pantalla tras la noticia de un secuestro –el suyo propio, organizado por su representante– que involucrará a su ex marido como responsable. A Ravonne, quien después de una temporada en la cárcel puso una rotisería con su nombre, ese que alguna vez tuvieron las mascotas de los niños; el mismo que pasado el tiempo no parece incomodar a los clientes que llegan a su mostrador en busca de una milanesa caliente. Ni siquiera a la madre del chico discapacitado que trabaja con él haciendo mandados, del que Ravonne abusa en su propia casa, impregnado de olor a aceite recalentado.
Aunque la historia se desarrolla en torno al secuestro, Julián Urman construye un universo mucho más amplio donde cada personaje se muestra a cuentagotas a través de distintos registros narrativos. Entre el cúmulo de novedades, Ravonne es un poco de combustible suelto: una genial ópera prima que logra articular una historia mínima de manera compleja y a la vez efectiva. Con Ravonne, Urman construyó un personaje difícil de olvidar: de esos que perduran, de los que terminada la última página aún se los oye respirar.
Publicado en el Suplemento Cultural del diario Perfil (enero 2008)